Existe una tierra en el norte de España, la más septentrional, en la que los vientos aplanaron el horizonte de La Mariña. Un territorio abrupto donde las olas penetran con fuerza a lo largo de las Rías Altas, aunque algunos cabos resisten estos embates marinos con altivez y gallardía. Una esquina desolada con los roquedales atlánticos en carne viva donde se refugiaron las últimas tribus celtas en la Costa Ártabra. Un lugar de peregrinaje antiguo al “Cabo do Mundo” en el que el continente parece acabarse en el acantilado marino más alto de Europa. Una ladera de leyendas en la que una ermita llama a los viajeros con una escuálida campana: “A Teixido vai de morto quen non foi de vivo”.
Sí, estamos en una tierra bañada en mar con muchos nombres y pocos vecinos.
Un sitio recortado por la tijera de la naturaleza donde los tres elementos primordiales (agua, tierra y aire) conforman un paisaje inhóspito en el que los escasos vecinos se refugian en los lugares más abrigados de las rías. Se sabe desde antiguo que del mar solo pueden venir los temporales y los saqueadores. Aunque el turismo playero ya lleva algunas décadas ocupando caóticamente algunos enclaves paradisíacos.

Empezamos la búsqueda del norte en la ría del Eo, límite con Asturias. Por aquí predomina la rasa costera, un territorio llano (La Mariña) a cierta altura sobre el nivel del mar, en el que, a veces, se introducen las rías (las Rías Altas) para llevar la brisa marina y las mareas por tierra adentro.
En la parte gallega, Ribadeo es una próspera villa en la que sobresalen las casas de indianos, aquellos que volvieron de hacer las Américas para asombrar con sus riquezas a los vecinos que dejaron en tierra.
Pedaleamos sobre bicis de montaña siguiendo la senda más cercana al mar, que siempre tendremos a nuestra derecha. En 6 etapas para llegar al Ferrol cubrimos 336 km con un ascenso acumulado de 7.510 metros que van desde el nivel del mar hasta la garita de Herbeira (617 m) donde se localiza el acantilado marino más alto de Europa.
En el camino bordeamos las rías de Foz, Viveiro, O Barqueiro, Ortigueira y Cedeira. Visitamos los faros que iluminan los cabos que se adentran en el mar (Isla Pancha en Ribadeo, San Cibrao, Roncadoira en Portocelo, Estaca de Bares, Ortegal, Robaleira en Cedeira y el extraño Fruxeira en Valdoviño). Pasamos por algunas de las playas más sorprendentes, como la de Las Catedrales, con elegantes arcos ojivales de pizarra o la Xilloi, donde las dunas parecen esconder el constante rugido de las olas.
Para reponer energías siempre paramos en los escasos asentamientos humanos donde los lugareños alzaron unos espigones para proteger sus embarcaciones del rigor marino. Con ellas extraen del mar su riqueza: Rinlo, Burela, Viveiro, Vicedo, O Barqueiro, Espasante, Cariño, Cedeira.
En la lucense San Cibrao se construyó una de las mayores industrias del aluminio, auténtico sustento de la comarca, actualmente con problemas de subsistencia en una economía globalizada. Y en el moderno puerto de la vecina Burela se rula gran parte del pescado del Cantábrico.

Después de bordear el cabo de Bares, el lugar más norteño de España, el que divide el mar Cantábrico del océano Atlántico, llegamos a la Costa Ártabra hasta la ría de Ferrol, donde finalizamos el viaje.

Escondida en una formidable ensenada, la ciudad de Ferrol tiene una larga y heroica historia en el mundo de la navegación. También es el principio de una línea ferroviaria de vía estrecha que recorre gran parte del Cantábrico. En este tren con un solo vagón, lento, nostálgico, regresamos al lugar de origen.
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