Astorga, tránsito y quietud

Los caminos no se cruzan en cualquier sitio, por eso hay cruces de caminos que no dejan indiferente a nadie. Y más, si ese lugar está situado sobre un espigón natural con dos ríos a su vera, una zona de tránsito entre la meseta y el monte Teleno. Es seguro que el enclave fue habitado desde muy antiguo, pero fueron los romanos los que auparon el lugar a la categoría de capital: Asturica Augusta. El campamento militar (la Legio X Gemina) que protegía el oro de Las Médulas se convirtió en asentamiento civil y pronto el emperador Augusto la convirtió en capital del Conventum Asturum, que reunía a diferentes y dispersas tribus de astures que el cronista latino Plinio diferenciaba en augustanos o cismontanos y transmontanos.

Efectivamente, la capital de los astures estaba conectada con los grandes asentamientos administrativos de la provincia Tarraconense, con Braga, Lugo, León, Mérida y Zaragoza. El eje norte-sur lo constituía la Vía de la Plata (ejemplo de la eficacia de las comunicaciones romanas) para unirse con la ciudad residencial del momento, con Augusta Emerita (también fundada por el mismo emperador para disfrute de los soldados eméritos). El eje horizontal coincide en gran parte con lo que hoy se conoce como Camino de Santiago.

De la importancia de este nudo comunicativo se dio cuenta el incipiente cristianismo cuando en el siglo III funda en la capital de los astures una de las primeras sedes episcopales de la península. Todavía hoy es visible el peso religioso que moldea una buena parte de la ciudad: una catedral que recoge los estilos arquitectónicos de varios siglos, el palacio episcopal creado por la visión modernista de Gaudí, un enorme Seminario de sobrias líneas herrerianas, y conventos, capillas e iglesias de diferente condición y factura.

Con el agotamiento de las explotaciones auríferas en Las Médulas, empieza el declive de la ciudad, que entró a formar parte de la influencia de los suevos, enfrentados a los visigodos, que protegen a León en detrimento de Astorga.

En esta tierra de tránsito es lógico que se desarrollase una actividad propia de los caminos, la arriería. Los arrieros maragatos se movieron por todas las puntas de la rosa de los vientos y con el tiempo llegaron a controlar las mercancías que se movían por el noroeste de la Península, en especial el pescado gallego que iba al mercado madrileño. Una prueba de esta condición es que en la actualidad los maragatos controlan la venta de pescado en los principales mercados del noroeste, incluyendo Madrid o Asturias. Uno de los productos gallegos que llevaban consigo hacia el sur era el pulpo, un producto barato y que resistía el paso del tiempo. Hacia el norte llevaban, entre otros productos, pimentón y aceite extremeños. Fue un feliz hallazgo en alguna feria de las que visitaban que alguien juntara los tres elementos (pulpo, pimentón y aceite) para elaborar uno de los platos más populares en muchas de las ferias en las que los campesinos mercadeaban con el ganado.

No es el único manjar que desarrollaron los maragatos. En 1545 se planea la boda entre Álvaro Pérez Osorio, primogénito del Marqués de Astorga, con María Cortés de Zúñiga, hija de Hernán Cortés, conquistador de México. Aunque la boda no llegó a celebrarse, en la dote de la novia que llega a Astorga había cacao, un alimento que nunca había pisado el viejo continente, pero que los aztecas y mayas conocían muy bien. Este producto hizo de Astorga la capital del chocolate hasta que otros núcleos más mercantilistas (suizos, austriacos, belgas) lo hicieron suyo. A pesar de esto, el frío de la Maragatería y la abundancia de clérigos mantuvieron una pujante industria, que a principios del XX tenía dos docenas de obradores en Astorga.

Más tradicional es el cocido maragato, una contundente comida a base de garbanzos y diferentes tipos de carnes, con la peculiaridad de que se come primero la carne, después los garbanzos para terminar con la sopa.

En una tarde otoñal, con el sol cayendo sobre la mole telúrica del Teleno, el viento seco y afilado arranca las hojas para alfombrar el suelo con sonidos rugosos y rígidos. Arriba, las últimas nubes enrojecen el cielo. Abajo, la hojarasca amarillenta y frágil nos recuerda la efímera condición humana. El silencio se rompe con una serie larga de campanadas, pausadas, primero las de la catedral, poco después, y desde la otra esquina, suenan las del Ayuntamiento. Es la hora de tomar una taza de chocolate con un hojaldre o un mantecado. Porque Astorga es tránsito y es quietud.

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