Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien–tranquilo, sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a los reproches–dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos círculos.
Volverás a Región Juan Benet
Sí, existen estas desconocidas montañas donde el tiempo es ahora el único labrador de su fisonomía. Son tierras literarias por su soledad o por su memoria, como nos lo recuerda Julio Llamazares en El río del olvido:
El paisaje es memoria. Más allá de sus límites, el paisaje sostiene las huellas del pasado, reconstruye recuerdos, proyecta en la mirada las sombras de otro tiempo que solo existe ya como reflejo de sí mismo en la memoria del viajero o del que, simplemente, sigue fiel a ese paisaje.
Son tierras altas y descarnadas en las que solo asoma el esqueleto de sus roquedales. Más abajo queda la vegetación y muy lejos se amontonan las piedras que alguna vez fueron muros de una casa, de la cerca de prados o restos de una iglesia.
Los habitantes hace tiempo que emigraron a otras zonas, aunque algunos regresen en el estío a cobijarse en las sombras de la memoria. Los inviernos son casi tan largos como los meses del año y en sus entrañas almacenan el agua que reciben de un cielo pródigo.
Es el paritorio de grandes ríos, que la tecnología humana retiene en embalses para constituir la tierra de los mil lagos. Por aquí, en el pico Tres Mares, nacen tres hermanos que siguen caminos diferentes (el río Nansa termina en el Cantábrico, el Pisuerga en el Atlántico y el Ebro en el Mediterráneo). Al lado, en las Fuentes Carrionas nace el Carrión, con una etimología áspera de roca, como los primeros pueblos que lo reciben (Cardaño, La Lastra). Muy próximos, en vertientes diferentes nacen el Esla, el Sella y el Nalón.
Por estas alturas se emboscan lugares mágicos, como el valle de Liébana, donde en algún momento unos monjes dedicaron sus vidas y refinaron su arte al pintar en miniaturas la encendida visión del Apocalipsis que les habían transmitido sus mayores. Muy cerca reposa el osario de los Picos de Europa, con unos afilados incisivos que aúllan al firmamento su rabia y soledad. Solamente sus gigantescas gargantas dejan pasar el agua que nos permite acercarnos a la verticalidad de sus colmillos calcáreos.
Más al sur, antes de que la piel se aplane en la meseta cerealística, los valles recogen en los embalses el agua con la que se riega las planicies esteparias. Sobre ellos, en tierras palentinas, se levantan dos murallas pétreas que nos recuerdan que todas las tierras, incluso las más boscosas, tienen su esqueleto.

Una de ellas es el pico Espigüete, una anomalía calcárea en lo que un poco más al sur va a ser Tierra de Campos. Llamada la montaña maldita por las docenas de despeñados que no pudieron mantener el equilibrio en su alargada cresta, es azotada por las ventiscas que soplan en todas las direcciones de la rosa de los vientos. También la llaman la pirámide blanca por el color de la roca y por las nieves y hielos que la recubren parte del año, visible incluso desde el mar.

Muy cerca, pero muy diferente, se yergue el pico Curavacas, un poco más alto (2.524 m) que su compañero en las Fuentes Carrionas. Es un alargado murallón que un tapiz de líquenes da colorido al conglomerado de piedras oscuras que lo sustenta.
Así son estas tierras fronterizas, orgullosas y olvidadas, aunque actualmente son muchos los montañeros que trepan por sus aristas en la búsqueda de la satisfacción romántica de ver el mundo desde otra perspectiva.
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