Un verano de hace 50 años

Después de la explosión del 68 (con el mayo francés, la primavera de Praga, las matanzas de Tlatelolco en la plaza de las Tres Culturas, la de My Lai por parte de soldados norteamericanos en Vietnam, los asesinatos de Martin Luther King y de Robert F. Kennedy) vinieron años más sosegados, como el también bisiesto y olímpico 1972. Los Juegos Olímpicos eran el escaparate en el que muchos deseaban mostrar al mundo sus productos, en los mexicanos del 68 fue el saludo del Poder Negro en lo más alto del podio, en los muniqueses del 72 el mundo contuvo el aliento con la masacre del grupo terrorista Septiembre Negro.

Por lo demás, el mundo en el año 1972 rodó con cierta normalidad, aunque le costó arrancar. El 1 de enero Kurt Waldheim, que había sido oficial de la Wehrmacht de los nazis durante la II Guerra Mundial, es nombrado secretario general de la ONU. Termina el mes con la matanza del Domingo Sangriento en Irlanda del Norte. El año finaliza con noticias esperanzadoras porque Estados Unidos deja de bombardear con napalm a la población civil vietnamita.

Aquí, en España la vida sigue igual, como cantaba Julio Iglesias (nuestro valor más eterno e internacional), mientras Franco está agotando su ciclo biológico. La policía mata a dos trabajadores en los astilleros de Ferrol y Paquito Fernández Ochoa consigue la primera medalla olímpica en unos Juegos de Invierno.

Para mí, el verano del año 1972 también tuvo algo de especial. En junio termino el COU en un curso experimental en el que la confusión académica permite al alumnado menos motivado conseguir con cierta facilidad los objetivos más básicos, que no son otros que aprobar con la ley economicista del mínimo esfuerzo. En esta galerna estudiantil de experiencias pedagógicas no conseguí atar todos los cabos y suspendí la asignatura de Lengua Francesa. Para continuar con la lógica experimental del curso, propuse a mis padres ir a pasar el verano en Francia para aprender su lengua. Aceptado.

El primer obstáculo fue la política migratoria de la policía española con la expedición del pasaporte. Después de presentar algunos papeles acreditativos, me entregan un pasaporte en el que un texto escrito con bolígrafo dice que es válido únicamente para Francia. Otro texto estampado con letras de molde prohíbe expresamente visitar la URSS y sus países satélites. Primera lección veraniega de Geografía política para un estudiante preuniversitario.

Unos parientes de mis padres me llevaron en coche a Francia, me alojaron en su casa y me buscaron trabajo.

Después de haber estudiado francés durante el bachillerato, me di cuenta nada más atravesar la frontera de que sabía la vida y obras de Verlaine, Molière, etc., pero era incapaz de relacionarme con normalidad con mis semejantes gabachos. El destino del viaje no fue cualquier sitio de Francia, era el último pueblo del norte, a escasos metros de la frontera con Luxemburgo y a pocos quilómetros de Bélgica, en la Lorena, una zona rica e industrial que desde el siglo IX es objeto de disputa entre franceses y alemanes.

A los dos días siguientes de mi llegada ya tenía un trabajo. Una empresa de transporte por carretera necesitaba de mis servicios para uno de los talleres donde se reparaban los camiones. Mi conversación con el empleador no fue del todo fluida y confundí algunos verbos como gustar y saber con un resultado equívoco. El patrón creyó que yo sabía de motores cuando yo lo que quise decir es que me gustaría conocer ese extraño mundo de la mecánica. El malentendido duró pocos minutos, se deshizo cuando me puse delante del primer motor que había visto en mi vida con la orden de desmontarlo y limpiarlo. Tardé más de la cuenta en mi objetivo, a pesar de los sabios consejos de mis compañeros de taller, pero disponía de mucho tiempo en mi jornada laboral de 12 horas diarias.

La empresa de transportes estaba radicada en Saulnes, el último pueblo de Francia, cerca de Longwy (el mayor del contorno) y, como es común en algunos lugares fronterizos, perteneció a varios amos (duques de Luxemburgo, de Lorena, prusianos, alemanes), aunque en 1972 los extranjeros éramos una legión los que nos dedicábamos a los trabajos que no querían los franceses. Estos siempre marcaron unas claras diferencias con los advenedizos donde la lengua y el color de la piel constituían un importante salvoconducto. Así fue cómo amplié mi vocabulario con la palabra de origen francés: chovinismo. En aquel mundo de extranjeros (marroquíes, argelinos, españoles, portugueses e italianos fundamentalmente) hice un intento de aproximarme a los míos y un día visité La Casa de España. Lo que vi fue tan decepcionante (gente que trabajaba únicamente para ahorrar y volver a España con el mejor coche, que no participaba para nada en la vida francesa, hábitos y conductas que nunca había visto) que determiné alejarme todo lo posible de ese mundo de miseria de mis compatriotas.

Así, entre motores, grasa y gasoil cumplí los 17 años a finales de julio. Fue una alegría que aumentó cuando recibí el primer sueldo de mi vida, me correspondía un billete de 200 francos por el tiempo trabajado ese mes. En agosto cobré el sueldo completo, otro billete, pero de 500 francos. Creo que no llegué a llorar de emoción al tocar el dinero, pero estoy seguro de que un rictus de satisfacción iluminó la oficina donde los trabajadores pasábamos a recibir nuestra paga mensual. 

A pesar de que el pasaporte indicaba que solo era válido para Francia, en aquella situación tan fronteriza no era raro cruzar unas indolentes aduanas que me terminaron de resultar familiares. Debido a este carácter fronterizo me sorprendió la cantidad de cementerios militares de toda índole (de las dos guerras mundiales, de franceses, alemanes, norteamericanos, etc.) que se conservan con esmero, quizás para recordar a los que pasamos por allí que aquellos crueles acontecimientos no están tan lejanos.

En aquel verano del 72 mejoré algo más mi nivel de la lengua francesa, lo necesario para aprobar en septiembre según la teoría del mínimo esfuerzo, pero lo más importante es que mis ojos adolescentes descubrieron otro mundo, tan diferente al que el franquismo nos tenía encorsetados, y en eso sí que me esforcé porque el verano de los 17 años solo se vive una vez, aunque sea en otra lengua.

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